miércoles, febrero 06, 2008

“Do not mistake coincidence for fate”

A menudo nos encontramos perdidos en una tormenta de duda. Lo que nos parece que transcurre en el presente simultáneamente se vuelve futuro y ocurre en el pasado. Algo así sentimos cuando tenemos visiones de un momento se que sabe vivido, se cree vivido, pero se entiende ficticio en el presente, o real en el futuro.
No confundir coincidencia con destino, o algo similar. Eso implica un trabajo personal arduo que nos puede arrastrar a enfrentarnos con lo más profundo de nuestro ser. Una bisagra que separa nuestra vida: ¿coincidencia o destino? No puede decirse que la respuesta es evidente porque, creo, no la hay.
Una alfombra roja y un dedo índice señalándola con decisión; una frase expresada con mucho rigor. “No muevas la alfombra de lugar”, me dijo. Una voz que reconocí al instante, aún cuando la escuché en mis sueños. Era mi papá. Un tanto más joven, un tanto – o mucho más – inexperto, inmaduro, impaciente. Una voz que conseguía adormecerme plácidamente o ponerme la piel de gallina ante la inminencia de un reto bien merecido. El lugar: una puerta de vidrio, una escalera contigua y un solo dedo que remarcaba el mandato paternal: “no muevas la alfombra de lugar”.
Como sucede cuando la vigilia se entremezcla con el sueño, todo era muy difuso. El primer plano onírico solo mostraba la alfombra, el dedo, la indicación; la voz en off era de mi viejo, eso estaba claro. A veces pierdo la noción de realidad y sueño, el pasado y el futuro, ya lo dije. Y es ahí cuando la materialidad de ese sueño en particular cambia de soporte y se transforma en postal de déja vú. Y generalmente me pasa de día y cuando menos lo espero. En aquella oportunidad, la alfombra roja, el dedo, la voz… todo sucedió como si lo hubiera estado esperando; pasando de sueño a resto diurno, al ‘ya fue visto’, a una sensación extraña que me encontraba ante esa misma puerta, pero muchos años después y me enfrentaba con esa alfombra roja.
Todo sucedió en un instante. De repente sentí que mi cabeza se abría y lo que estaba viviendo ya lo había experimentado en otro tiempo de mi vida. No puedo decir con certeza si fue cuando tenía 15 años, quizá un poco antes o más tarde, pero iba camino al nuevo negocio que mi familia emprendía, con mucho esfuerzo, sacrificio y los únicos ahorros que acopiábamos en años. Mi padre había tomado una determinación por toda la familia, una decisión que años después lamentaríamos todos, no sin un dejo de nostalgia por los buenos momentos que siempre trae aparejado lo malo, esto de los buenos sabores de la mano con sinsabores. Entonces, decía, mi viejo compró un local e instaló una parrilla-restaurante. Supongo que la intención de seguir con la tradición gastronómica de mi abuelo corría por las venas de mi padre, aún cuando a ningún integrante de la familia le interesaba mucho el rubro.
Una tarde, una noche, un día cualquiera. Yo estaba en plena rebeldía adolescente; mis padres me resultaban, cuanto menos, insoportables. Dirimían sus problemas monetarios a través de una muy enquilombada separación, con sus hijos de por medio. Toda mi vida se circunscribía a ir al colegio, estudiar de vez en cuando y salir a “vagar” con mis amigos de turno. Salir, salir mucho. Tomar. Fumar. Caminar las calles, andarlas y desandarlas en bicicleta. Correrlas cuando hacía falta. Y mientras todo esto pasaba, en la otra cara de mi vida, pasaban cosas tristes, oscuras, muy familiares. El desencanto del mundo de emociones casi adulto al que me acercaba cada vez más. Y una decepción: saberme depositaria de la nueva faceta que ofrecía mi padre, ausente, alejado, forzosamente alejado. El pasaje de una irrealidad y la fantasía de una familia inocente, tierna, modelo, a una repleta de conflictos y malestares. Y fue por ese entonces cuando se abrió el cielo de mi mente y llegó como rayo. Entrábamos juntos, mi padre y yo, al local. Subimos los dos o tres escalones que conformaban la “escalera de entrada” y ahí la vi: la alfombra roja. La alfombra roja de mis sueños, de mis pesadillas, de mi déja vú, de mi futuro, de ese momento. La que me perseguiría por muchos años más, o la que quizá perseguí yo sin darme cuenta. Y otra vez la voz salomónica y el dedo acusador: “no muevas la alfombra de lugar”. La severidad del tono, que anteriormente me asustaba de pequeña, ahora, ahí, hoy, me corregía de mayor, me recordaba mis raíces vinculadas a las reglas, los límites, el deber ser y la cordura. La ‘buena moral’. Los ‘hombres de uniforme’ de mi vida.
Muchas veces escuché que la memoria engaña y nos hace creer que ciertos hechos u episodios fueron verdaderos, que en verdad ocurrieron. Yo creo que ocurrieron. Ocurrieron en mi mente, pero allí estuvieron. Y en mi pasado, entonces, existieron. Y a veces suceden en mi vida, en mi realidad, por lo tanto, son. Y son verdaderos.
De esto pasó ya mucho tiempo pero no logro olvidarlo. Caminaba velozmente por una calle de Buenos Aires, en otro tiempo, ya adulta, otra persona. Llegaba tarde, como de costumbre, a una entrevista laboral. El tiempo apremiaba, no podía frenar por un segundo. No queda bien llegar tarde a una entrevista, no, de ninguna manera, pensaba. De repente, como salido de mi otro yo atemporal, me encuentro subiendo unos escalones y allí la vi. Era la alfombra roja, una vez más acechando mis pensamientos. Mis miedos más reprimidos y menos expresados se manifestaron repentinamente y la voz se escuchó una vez más, una ¿última? vez: “no muevas la alfombra de lugar”. Los sentimientos que afloraron en ese instante quedaron sepultados en ese flashback de toda mi vida.
Estaba en camino a lo que consideraba la gran oportunidad laboral de mi –hasta entonces- corta vida. Aún hoy sigo pensando en qué hubiera pasado si hubiera pasado esa puerta, si no me hubiera paralizado, si no me hubiera vuelto atrás y huido hasta perderme entre la multitud. Y me cuestiono una sola cosa: no haber movido esa alfombra roja.