sábado, diciembre 09, 2006

El misterio Ricky Maravilla


El recorrido diario va desde la esquina de Venezuela y Chacabuco, pasando por Plaza Constitución, hasta 15 de Noviembre y Avenida Entre Ríos. Son, cuadras más, cuadras menos, alrededor de 30. O unos 15 minutos en tiempo real. El horario en que lo tomo suele oscilar entre las 19 horas y las 19:15, dependiendo siempre de la velocidad de los móviles de la línea 9 y, muchas veces, en la generosidad de los manifestantes de cuanta dichosa marcha o protesta se lleve a cabo en Plaza de Mayo. ¿Por qué? Porque el colectivo proviene de tales coordenadas geográficas y generalmente se ve obligado a desviarse de su plan habitual de manejo. En fin, promediando las 19 y 30 horas de cada tarde arribo a mi hogar.
Las situaciones cotidianas tienen la característica de ser, como siempre pienso, aburridas. Nada fuera de lo común y la rutina me mata. Sin embargo, ayer, desafiando todas mis convicciones cristianas, un hecho suscitó mi sorpresa y curiosidad que, adelantando el final, no fue satisfecha. La cosa viene de misterios y cumbia. Cumbia “de la de antes”.
Cuando subí al colectivo me encontré con la fauna característica del tedioso viaje, que descarga gran cantidad de pasajeros en la Estación Constitución. Ahí estábamos todos los especimenes apretujados, respirando los aires mal habidos de aquellas horas y cansados hasta el hartazgo de todo. El panorama no podía ser peor, me dije. Cada nuevo día se hace más horrible. Los cuerpos rozándose, esperando que algún reflejo involuntario (o voluntario) se aproxime demasiado a otro y se despierte la bestia “á la defensive” que todos llevamos dentro. Porque si de algo sabemos es de meter codazos o de insultar cuando sentimos una presencia no invitada que se acerca demasiado por detrás. Sabemos de qué hablamos. En fin, en medio de esta parafernalia de fileteado, un pasajero desciende (sin hacer caso al cartelito que reza “al bajar, mire para atrás”) y me cede gentilmente su asiento, el cual acepto gustosa. Adivino que los demás viajantes de esta rutina dantesca me odian al instante en que mi trasero toma posición. Por las dudas, proyecto una mirada segura y amenazante, como para enviar un mensaje: yo estaba primero. Luego de regodearme en las insignificancias de esta pugilística diaria, me parece escuchar un ritmo peculiar que me hablaba del ayer. Agudicé mi audición, Dios siempre lo permita, y ahí nomás lo reconocí: era pura poesía mundanal, historia de un bon vivant que es finalmente –e injustamente, a mi gusto- menospreciado por sus atributos físicos y su abultada billetera. Era la canción “Qué tendrá el petiso”. Me obsesiona recordar los pormenores de la letra. Imagino a su cantante y la innumerable cantidad de oportunidades en que escuché el tema. Algo pegadizo, si se quiere, e incitador de un frenesí que viene acompañado de un gesto extraño, agitado, con las manitos danzarinas. Pienso en ese pobre “petiso” a quien la vida, aparentemente, le sonríe; lo tiene todo: vino, mujeres y riqueza. Pero la genialidad de la prosa radica en encubrir la verdadera cara de la milanesa: la discriminación. Y sí, para ese entonces, ya estaba pensando en visitar la sede del INADI y hacer una denuncia. Por ejemplo: “que tendrá ese petiso, para ser tan diferente, es pelado medio chueco y además le faltan dientes…y es que el petiso tiene mucha plata”. Claramente, se desestiman las cualidades físicas del señor Petiso y se lo reduce a un simple acaudalado, desconocedor de los secretos del amor femenino, pero lo suficientemente rico como para comprarlo. Me parece injusto. Que sea petiso no significa que no sea poseedor de un cierto charme, magia y atractivo. ¿O acaso no era que lo esencial es invisible a los ojos?
La musiquita seguía sonando y ya habíamos alcanzado Constitución. Me parecía que solo yo la oía; nadie se inmutaba. Mi acompañante no emitía sonido. No veía radios ni reproductores de MP3 cerca. Pensé que provendría de algún teléfono celular, con uno de esos ringtones modernos. Imaginé el mal gusto de tal consumidor. Pero se repetía una y otra vez. Allí estaban las estampas de boliches, los pelos grasosos llenos de alcohol, los abrazos de amistad etílica que no sobreviven los desaires de un nuevo amanecer. Sobrevivimos Plaza y me imaginé que la pesadilla había concluido. Pero en las películas de terror, siempre queda resto para seguir atormentando. Y el círculo se cerraba perfectamente: qué tendrá el petiso, cuando las provoca, qué tendrá el petiso que las vuelve locas…
Hipótesis de la procedencia de tamaña melodía sobraron. Me inclino por la teoría de alguna forma de vida extraterrestre que envió un representante a la Tierra para inmiscuirse en nuestros asuntos y le dio esta canción como medio para entablar relaciones. De esa manera, evito pensar en un término tan feo como discriminación. Ellos seguro que no entienden de eso. Y les aviso algo: sigan intentando, pero esta vez con otro pasajero.