domingo, marzo 29, 2009

› RADIOHEAD, UNA NOCHE EXCEPCIONAL FRENTE A 40 MIL PERSONAS

Publicado en PAGINA/12
Jueves, 26 de Marzo de 2009


Demasiados grandes momentos

Por Roque Casciero

¿Será posible? ¿Habrá forma de traducir a algún lenguaje humano las sensaciones que el debut de Radiohead en Buenos Aires produjo en los oídos, los estómagos, la piel, los ojos de más de 40 mil personas? Las líneas que siguen serán, seguramente, un vano intento, una aproximación desesperada ante tanto qué contar, en una tarea que le sentaría mejor a un William Burroughs o a un Philip K. Dick que a un vulgar cronista. Sucede que cada instante de las dos horas del concierto que abrió el Quilmes Rock ’09 fue digno de ser atesorado en la memoria y en el corazón, ambos desbordados por una performance sencillamente espectacular, de esas que sólo puede ofrecer una banda como Radiohead en una buena noche. Y vaya si lo fue la del martes pasado. Ver y escuchar en vivo a Thom Yorke y sus compañeros fue volver a descubrir que se puede disfrutar al mismo tiempo de precisión en la interpretación, inventiva que no sabe de ataduras, intensidad difícil de igualar (salvo que obtusamente sólo se entienda al pogo como intenso), melodías increíbles, cohesión notable para una banda adicta al riesgo y canciones que en vivo multiplican el foco de su impacto. Por todo eso, la demoradísima primera visita de Radiohead será material de charlas para mucho tiempo, especialmente para los fans que reconocían cada tema antes de que el primer acorde terminara de encontrar su forma prístina. Ellos tienen la certeza de que vivieron una de las experiencias más cercanas a lo sobrenatural que el rock pueda ofrecer en estos tiempos.

Salvo “Faust arp”, los músicos de Oxford trasladaron al escenario todo el maravilloso In rainbows, un disco del que se habló más por su impacto “político” (la decisión de la banda de permitir que cualquiera lo descargara eligiendo qué precio quería pagar) que por sus altísimos logros artísticos. In rainbows fue el álbum en el que el quinteto se redescubrió a sí mismo como banda de rock, después de transitar los caminos de dudas existenciales y experimentación electrónica (también con grandes resultados) que le siguieron al éxito de Ok computer. Radiohead es una banda de rock, sí, que puede desempolvar, inesperadamente y a puro guitarrazo, su primer hit, “Creep”. O escribir las más tristes de las canciones tristes, como “Nude” y “Videotape”. O cortar con riffs electrizantes y enojados la caminata espacial de un Major Thom desencantado en “Paranoid android”, de Ok computer. O de darse el gusto de tocar un lado B como “Go slowly” (está en la edición limitada doble de In rainbows) y que no empalidezca al lado de hitos de la banda como “Airbag” (primer delirio de los fans, justo después del comienzo con “15 step”), “Karma police” o “Street spirit”.



Radiohead, además, se entrega entera al espectáculo sin necesidad de tambalear sobre la demagogia ni de hacer gestos demasiado ampulosos. Muy pocas palabras hacia el público, más allá de los agradecimientos. Y antes de la primera “despedida” (hubo tres entradas para bises), el guitarrista Ed O’Brien dijo que era “un sueño hecho realidad” haber llegado finalmente a Buenos Aires y le dedicó “How to dissapear completely” a los desa-parecidos por la última dictadura militar, justo en el aniversario del golpe. La comunicación con el público fue más visceral que oral, aunque sí se repitieron los aplausos a la gente de parte de los cinco y la extraña sonrisa de Yorke brilló por su presencia. Por momentos el cantante parecía perderse en la música, con sus movimientos como de marioneta en manos de un titiritero espástico, y hasta siguió como si nada –o acaso con un poco más de furia, pero encauzada en términos artísticos– después de que un zapato arrojado desde el público fuera a parar justo a su cara. Por otra parte, la puesta de esta gira es notable: tubos de luces caen como estalactitas desde el cielo del escenario hasta formar una especie de cubo troquelado en su parte inferior, donde se mueven los músicos, y detrás una pantalla vertical reproduce las imágenes de cámaras fijas que siguen los movimientos de cada uno. Y Radiohead utiliza esos elementos para puntualizar también en lo visual el impacto directo, el vuelo psicodélico o la melancolía de sus canciones.

Yorke, se sabe, es una de las más extrañas estrellas de rock de la historia, reticente a todo lo que rodea al género pero que no tiene que ver con lo artístico. Pero además es un cantante impresionante, que usa el falsetto a la Jeff Buckley con efectos devastadores. El es el centro de la escena, la voz cantante, pero sus compañeros son piezas irremplazables del rompecabezas Radiohead. Jonny Greenwood es una multiprocesadora dispuesta a cualquier empresa con tal de dar con el sonido que necesita la canción: no sólo es un guitarrista de enorme creatividad, también se mete con los aparatitos electrónicos, los teclados, la percusión, el xilofón... O’Brien no le saca el cuerpo a la experimentación, aunque parece más cómodo cuando tiene la guitarra colgada, y es quien hace las segundas voces cuando Yorke cuelga esos agudos imposibles. El baterista Phil Selway parece el más “terrenal” de todos, con su calva lustrosa y sus movimientos elegantes, pero, por ejemplo, se banca tocar “cruzado” con los ritmos propuestos por la electrónica sin siquiera pestañear. Y el bajista Colin Greenwood, que se pasa casi todo el show en el fondo, al lado de la batería, funciona como el pegamento para la banda: gracias a sus notas graves (¡qué bien sonaban y cómo pegaban en el vientre!) todos los demás pueden volver a la Tierra.

Aunque cada instante del concierto haya contado, hubo momentos que la memoria privilegiará. Por ejemplo, el de “Paranoid android” con el cubo de estalactitas estallando en rojo mientras los riffs cortaban el aire. O ver a los dos violeros despojarse de sus instrumentos para aporrear tambores en “There there”, o emocionarse hasta las lágrimas con “Karma police” y “No surprises”. Demasiados grandes momentos. La cara de Yorke mientras la multitud coreaba el viejo canto de Woodstock (hasta lo entonó un poco él, vaya uno a saber si como agradecimiento o como ironía). La radio de Jonny sintonizada en una emisora local (¡no era una grabación!) en el comienzo de “The National Anthem”. “Idioteque”, o la certeza de que una banda de rock puede tocar música electrónica sobre un escenario. El pospunk a la Joy Division de “Bodysnatchers”. El seudofinal con “2+2=5” (de Hail to the thief) y “Everything in its right place” (de Kid A), con O’Brien sentado en el piso, manipulando sus pedales, y Jonny Greenwood moviendo potenciómetros a un costado. Pero no, no era el final: todavía quedaba la piel de gallina en “Creep”, inesperado para aquellos que no sabían que habían vuelto a tocarla en la gira latinoamericana. Como para que quedaran en el olvido los precios excesivos de las entradas, la incomodidad de un Ciudad repleto y hasta los quince años de espera de los fans de la primera hora. Ojalá no les tome tanto tiempo regresar.

10-RADIOHEAD

Músicos: Thom Yorke (voz, guitarra y piano), Jonny Greenwood (guitarra, teclados, electrónica y percusión), Ed O’Brien (guitarra, electrónica, percusión y coros), Colin Greenwood (bajo y teclados), Phil Selway (batería).

Duración: 120 minutos.

Público: 40 mil personas.

Club Ciudad de Buenos Aires, martes 24 de marzo. Primera fecha del festival Quilmes Rock, junto a Kraftwerk y los argentinos La Portuaria. El ciclo sigue este sábado en Vélez con Iron Maiden y Sepultura, el 4 con Los Piojos y el 5 con Kiss, ambos en River.

sábado, marzo 07, 2009

In all the old familiar places

Desconozco si aquel 20 de octubre de 1982 hizo frío o calor. O si llovió. Tampoco tengo recuerdos claros porque recién había cumplido mis 2 años de vida. Los datos de la realidad indican que mi viejo, mi vieja y yo estábamos viviendo en Capital Federal, uno de los tantos destinos que le habían tocado en gracia al joven R. C., Oficial de la Prefectura Naval Argentina. Con 23 pirulos, una esposa de la misma edad y una hija en su haber, la guita era un idioma bastante desconocido para él. Magros eran los sueldos que pagaba el Estado represor a sus valientes. Los pocos billetes que ingresaban en las arcas familiares se repartían acorde al presupuesto establecido por la embarazada señora de la casa, mi mamá. Las voces del pasado cuentan por ahí que C. se levantaba muy temprano, muy, para recorrer las más de 15 cuadras que había hasta un COTO donde, en un día estipulado, y antes de abrir las puertas del local al público, la carnicería ofrecía cortes de carne y presas de pollo sobrantes a precios sumamente accesibles. Son estas mismas voces las que, recordando, no sin pesar, nos relatan las desventuras de dos jóvenes oficiales de la PNA, entrerrianos y amigos de la infancia, que durante su tiempo libre tenían que salir a vender baldes y las rifas de BOCA Y RIVER (cuando tal entretenimiento existía) por barrios desconocidos, camuflados para que nadie los reconociera. El sistema cuasi castrense prohibía rotundamente tener otra ocupación que no fuera la de servir a la patria; para eso les pagaban “buenos” sueldos. Eran tiempos difíciles para todos y esta pequeña familia, próxima a agrandarse, no era la excepción.

Dos días antes a la fecha en cuestión, como les decía, había sido mi cumpleaños. Así como la mayor partida de dinero era invertida prioritariamente en mi alimentación y manutención, mis veinteañeros padres querían destinar unas monedas a la celebración de mis 2 añitos. La planificación de mi fiestita venía a pleno, a pleno amor sobretodo. Por algún desconocido y curioso motivo, la cita fue para el día 19, o sea, un día después de mi cumple.

Ese día, supongo, los invitados habrán llegado a horario con sus papis, como era de esperar; habrán llegado también los regalitos, la música de entonces, los globos, los sanguchitos de miga, los canapés, las sorpresitas. Siguiendo con las presunciones, imagino que mi mamá se las ingeniaba para atender a los comensales, sonreír a cada instante, prestar atención a los detalles y, principalmente, encargarse de que su hijita estuviera feliz. Todo eso, como sólo una madre sabe -y puede – hacerlo, sumado a una gran panza de 9 meses. Y ahora llega el punto de inflexión de mi relato… no hay fotos de la pequeña A., con su lindo bonete y sus rulitos, soplando las velitas. No de ese cumpleaños, al menos. Mi fiesta se vio interrumpida por el inminente, al menos eso parecía, nacimiento de mi hermanito/a. Avancemos un poco hasta llegar al hospital naval, donde tuvo lugar el nacimiento de mi hermana M., al mismísimo día siguiente.

Seguramente yo no entendía nada. Al parecer, cuando mi papá me llevó a la habitación xxx a conocer a mi hermanita, ya en los cálidos brazos maternos, estallé en llanto al grito de: “es mí mamita, es mía, mía, mía”. No me podían controlar; los celos calaban en lo profundo de mi ser y no había quién pudiera consolarme. Mi mamá también lloraba, según recuerda, inmersa en una gran mezcla de emociones: feliz por su nueva hija y, por otro lado, desconsolada al no saber qué hacer conmigo. A pedido suyo, mi viejo me sacó de ahí en lo que él recuerda como “la caminata más larga de su vida por el pasillo de un hospital”. Salimos y fuimos a una confitería. Y acá es donde yo digo que recuerdo este episodio y donde me dicen que yo creo que lo recuerdo porque me lo contaron muchas veces: mi papá intentaba consolarme, me decía que me iban a seguir queriendo lo mismo, que ahora tenía una hermanita para jugar y demás; yo, terca como una mula, en una postura comprensiblemente irreductible. Y entonces sucedió el milagro: me pidió una botellita de Coca Cola.

Ni todos los alquimistas del mundo unidos hubieran podido lograr una receta tan perfecta para mí, en ese momento. Dejé de llorar y, muy consecuente con mi actual carácter, cambié las lágrimas por una sonrisa. Y es así como, desde entonces, en mis horas más oscuras, me tomo una coca y ya me siento mejor.