domingo, agosto 06, 2006

La pálida

“Mis certezas desayunan dudas. Y hay días en que me siento extranjero en Montevideo y en cualquier otra parte. En esos días, días sin sol, noches sin luna, ningún lugar es mi lugar y no consigo reconocerme en nada, ni en nadie. Las palabras no se parecen a lo que nombran y ni siquiera se parecen a su propio sonido. Entonces no estoy donde estoy. Dejo mi cuerpo y me voy, lejos, a ninguna parte, y no quiero estar con nadie, ni siquiera conmigo, y no tengo, ni quiero tener, nombre ninguno: entonces pierdo las ganas de llamarme o ser llamado.”
Eduardo Galeano, El libro de los abrazos.

viernes, agosto 04, 2006

Misión: Ferrer

Misión: Ferrer

El taxista me pidió veinte centavos porque no tenía para darme vuelto. Cuando abro la billetera, con la premura de bajarme ya del auto, se me caen las monedas, todas las monedas, como un mal augurio de los eventos por venir.
Luego de entregar el parcial –seguro-que-lo-desapruebo- de teorías del fucking estado, me dirijo sin ganas hasta el subte línea B (la roja, según mi escala de recuerdos), puteando porque me acuerdo que tuve que pagar casi diez pesos por la impresión del examen en el único locutorio que encontré abierto en mi barrio, sí, aquel locutorio al cual yo había jurado no volver a poner mis pies ever again, el del viejo de mierda que me echó una vez. ¿Por qué tanta plata? Porque, según él, yo “oprimí varias veces la tecla imprimir” con lo cual, me quedé con dos copias y media de mi parcial. ¡Qué placer!
Continúo mi camino hasta la sede de Ramos Mejía. Sí, porque encima de todas las desavenencias, la materia se cursa en la sede de Tucumán. Cuando llego, me fijo en la ventanilla esa de planta baja que siempre te atienden re mala onda y que no sé qué corno es....me doy cuenta que tengo las aulas colgadas en un gran papel al costado de las ventanilla, así que sonrío como si nunca hubiera asomado mi metida nariz, y leo solita sola. Corroboro mis sospechas: los teóricos se siguen dictando en las aulas del cuarto. Subo por ascensor porque las botas que tengo puestas, las cuales me dijo el podólogo que no use más, me provocan un cierto malestar en mi dedo herido y no tengo ganas de subir escaleras. Me siento afuera del aula, en un banco de esos rotosos que siempre están abandonados por los pasillos; me recuerdan a los perritos callejeros, porque siempre están por ahí. Espero una hora (luego de comprar un apunte que intento leer), hasta que reconozco una cara: es mi profesor de Seminario de Diseño Gráfico y Publicitario, sí señores, es Gustavo Varela! Helo aquí, mi nuevo profesor preferido. Me le animo y le suelto conversación; él acepta gustoso. Entre otras cosas, charlamos sobre los resultados de los parciales que nunca nos entregó, y me confirma que mañana nos dará las notas. Me pregunta mi apellido, comisión en la que curso, etc para ver si se acordaba de mi nota. Cuando le respondo, él pone una cara rara y me dice que no me quiere desanimar, pero que le parece que estoy dentro de los que les fue maso. “No –pienso - no me desanimás, me super desanimás!”. El teórico ha finalizado.
Con los ánimos vapuleados y mucho calor provocado por mi bufanda de lana de llama, me interno en el sauna de la clase, mientras espero que los alumnos salgan a tomar aire antes de las dos horas que les quedan de teórico-práctico. Veo al chico de pelito lacio que tanto me gusta, que va a pasar al lado mío por la puerta. Me ignora, lisa y llanamente.
Diviso a Ferrer; está fumando un cigarrillo, mientras sonríe cuando ve a un viejo amigo (Varela). Lo observo y pienso qué flaco y desmejorado está; elaboro todo tipo de absurdas hipótesis sobre su persona, su vida, su estilo de alimentación y las neuróticas noches de escritura que lo deben dejar “hecho una piltrafa” como está. Espero un ratito nomás, total, ya había esperado tanto. Finalmente me acerco. Lo rodeo como un cazador a su presa; establecemos contacto visual y luego él me hace un gesto acompañado por su cabeza, como preguntándome qué quiero. “Tenés un minutito para hacerte un consulta?” suelto, tímida. “Sí, esperá un rato” me dice. Espero. Mientras escucho a Gustavo (Varela) que le cuenta que estuvo a punto de invitarlo al cine, a ver una película, pero que no estaba seguro de que se fuera “a copar”, entonces fue solo. “Y no sabés que genial la película, al final resultó una joyita, Casi hermanos se llama...”. Ferrer lo interrumpe para acercarse a mí y escucharme. Le planteo la situación y ahí me largó el rosario entero: qué cómo había esperado tanto tiempo para rendir, que era mi obligación como estudiante rendir a tiempo las materias y prever si se me va a vencer un final y que tengo que aceptar las consecuencias, bla bla bla. Atónita, pensando si es efectivamente Christian Ferrer, el anarquista, quien está diciéndome esas palabras, o si un espíritu académico que lo acaba de poseer y necesito discar el 0-800- EXORCISTA, lo miro y le explico que tuve que recursar Comunicación II, etc etc. Le hablo de la posibilidad de rendir la materia en julio, sin anotarme en el sistema y me vuelva a recontra re cagar a pedos. Lo peor de todo: Gustavo (Varela) estaba ahí! Me moría de vergüenza. Mal, muy mal, sentía que mis coordenadas espaciotemporales estaban cambiadas, no sé. En fin, que me sermoneó y me mandó a recursar. O a escribirle un mail a ver si me da otra respuesta, pero que “es tu obligación rendir en tiempo y además yo no te puedo guardar la nota”.
Eventos desafortunados, una tarde de verdades inaceptables. Mi conclusión: la voy a recursar con Gustavo (Varela). Y por ahí mañana voy a ver esa peli que tanto le gustó!

Exposición

El humo del cigarro dibujaba un espiral blanco contra la ventana. Miré el reloj de la pared contigua y me alarmé: se acercaba la hora. Ni un minuto más, ni un minuto menos; este asunto no podía esperar. Me lo habían encomendado personalmente. Me pregunté si mi amigo se habría retrasado… ¿era posible que algo le hubiera sucedido? Siempre se preocupa por ser puntual. Pasaron los minutos y nada ocurría. Podía escuchar los latidos de mi corazón, que iban más rápido que el conteo de mi reloj. Comencé a inquietarme, esta vez de manera evidente, acompañando mi nerviosismo con un movimiento incesante de mis pies contra el suelo. De repente, en medio de la angustiante espera, alcancé a divisar una luz que provenía de la ventana del edificio de enfrente, una luz titilante que simulaba algún tipo de señal. Avezado por la rutina, decidí encaminarme hacia esa seña que sospechaba un código entre pares. Conté los pisos y memoricé la ubicación del departamento. Afortunadamente para mí, eran pocas escaleras (el ascensor no era una buena opción cuando la situación parecía sospechosa). “Por esta vía se pasa desapercibido”, pensé.
Al llegar, esperé un tiempo prudencial junto a la puerta, oyendo los posibles indicios de alguna trampa. Cuando hubieron pasado algunos minutos más, y con el terreno de mis dudas despejado, me decidí a golpear suavemente. La puerta se abrió, revelando la asustada cara de mi colega que inmediatamente se llevó el índice a la boca y me dijo “rápido, me siguieron hasta acá”. Sumido en una paranoia interminable, me dediqué a escucharlo mientras me relataba los hechos: “fue todo tan rápido…no tuve tiempo de avisarte. Me llevaron hasta un rincón y me obligaron a revelarles información. No sé cómo aguanté, me tenían amenazado”, explicaba impaciente. “les di una pista falsa, de un hotel alojamiento donde también exponen artistas, y se lo tragaron confiados. Supongo que en este momento dos de “los tipos” que me tenían por los brazos deben estar ahí. Los otros dos que miraban desde lejos me siguieron hasta aquí. Por eso entré a este departamento que ya había usado en otra oportunidad. No quería guiarlos hasta vos”. “Hiciste bien”, asentí, “pero hay algo que necesito saber… ¿qué pasó con la obra?”. Transpirando, con los nervios destrozados, esperaba conocer el destino final de aquél cuadro que debía estar en mis manos para esa hora. Me explicó que había logrado escabullirse en la muestra, haciéndose pasar por un organizador de la misma, y había removido la pieza de la sala, al mismo tiempo que colocaba en la entrada una cinta de clausura, con faja roja y blanca incluida. Luego, se había llevado el cuadro con él, a un lugar seguro. Un rato más tarde, “los tipos” lo habían agarrado. “Buen trabajo”, le dije. “ahora queda esperar que las autoridades den explicaciones por la censura de la obra. El objetivo está cumplido”. Más tranquilo, le expliqué cómo saldríamos de ese sitio sin ser vistos. Mientras bajamos por las escaleras de emergencia, me animé a preguntarle: “¿cuál es el lugar del escondite? Debe ser muy bueno para que "los tipos” no lo encuentren”. “Efectivamente – me aseguró- el escondite es soberbio, improvisado pero eficaz. Ya te lo revelaré a su debido tiempo. Por ahora, el secreto está a salvo. El mensaje jamás será revelado”.