sábado, marzo 07, 2009

In all the old familiar places

Desconozco si aquel 20 de octubre de 1982 hizo frío o calor. O si llovió. Tampoco tengo recuerdos claros porque recién había cumplido mis 2 años de vida. Los datos de la realidad indican que mi viejo, mi vieja y yo estábamos viviendo en Capital Federal, uno de los tantos destinos que le habían tocado en gracia al joven R. C., Oficial de la Prefectura Naval Argentina. Con 23 pirulos, una esposa de la misma edad y una hija en su haber, la guita era un idioma bastante desconocido para él. Magros eran los sueldos que pagaba el Estado represor a sus valientes. Los pocos billetes que ingresaban en las arcas familiares se repartían acorde al presupuesto establecido por la embarazada señora de la casa, mi mamá. Las voces del pasado cuentan por ahí que C. se levantaba muy temprano, muy, para recorrer las más de 15 cuadras que había hasta un COTO donde, en un día estipulado, y antes de abrir las puertas del local al público, la carnicería ofrecía cortes de carne y presas de pollo sobrantes a precios sumamente accesibles. Son estas mismas voces las que, recordando, no sin pesar, nos relatan las desventuras de dos jóvenes oficiales de la PNA, entrerrianos y amigos de la infancia, que durante su tiempo libre tenían que salir a vender baldes y las rifas de BOCA Y RIVER (cuando tal entretenimiento existía) por barrios desconocidos, camuflados para que nadie los reconociera. El sistema cuasi castrense prohibía rotundamente tener otra ocupación que no fuera la de servir a la patria; para eso les pagaban “buenos” sueldos. Eran tiempos difíciles para todos y esta pequeña familia, próxima a agrandarse, no era la excepción.

Dos días antes a la fecha en cuestión, como les decía, había sido mi cumpleaños. Así como la mayor partida de dinero era invertida prioritariamente en mi alimentación y manutención, mis veinteañeros padres querían destinar unas monedas a la celebración de mis 2 añitos. La planificación de mi fiestita venía a pleno, a pleno amor sobretodo. Por algún desconocido y curioso motivo, la cita fue para el día 19, o sea, un día después de mi cumple.

Ese día, supongo, los invitados habrán llegado a horario con sus papis, como era de esperar; habrán llegado también los regalitos, la música de entonces, los globos, los sanguchitos de miga, los canapés, las sorpresitas. Siguiendo con las presunciones, imagino que mi mamá se las ingeniaba para atender a los comensales, sonreír a cada instante, prestar atención a los detalles y, principalmente, encargarse de que su hijita estuviera feliz. Todo eso, como sólo una madre sabe -y puede – hacerlo, sumado a una gran panza de 9 meses. Y ahora llega el punto de inflexión de mi relato… no hay fotos de la pequeña A., con su lindo bonete y sus rulitos, soplando las velitas. No de ese cumpleaños, al menos. Mi fiesta se vio interrumpida por el inminente, al menos eso parecía, nacimiento de mi hermanito/a. Avancemos un poco hasta llegar al hospital naval, donde tuvo lugar el nacimiento de mi hermana M., al mismísimo día siguiente.

Seguramente yo no entendía nada. Al parecer, cuando mi papá me llevó a la habitación xxx a conocer a mi hermanita, ya en los cálidos brazos maternos, estallé en llanto al grito de: “es mí mamita, es mía, mía, mía”. No me podían controlar; los celos calaban en lo profundo de mi ser y no había quién pudiera consolarme. Mi mamá también lloraba, según recuerda, inmersa en una gran mezcla de emociones: feliz por su nueva hija y, por otro lado, desconsolada al no saber qué hacer conmigo. A pedido suyo, mi viejo me sacó de ahí en lo que él recuerda como “la caminata más larga de su vida por el pasillo de un hospital”. Salimos y fuimos a una confitería. Y acá es donde yo digo que recuerdo este episodio y donde me dicen que yo creo que lo recuerdo porque me lo contaron muchas veces: mi papá intentaba consolarme, me decía que me iban a seguir queriendo lo mismo, que ahora tenía una hermanita para jugar y demás; yo, terca como una mula, en una postura comprensiblemente irreductible. Y entonces sucedió el milagro: me pidió una botellita de Coca Cola.

Ni todos los alquimistas del mundo unidos hubieran podido lograr una receta tan perfecta para mí, en ese momento. Dejé de llorar y, muy consecuente con mi actual carácter, cambié las lágrimas por una sonrisa. Y es así como, desde entonces, en mis horas más oscuras, me tomo una coca y ya me siento mejor.

5 comentarios:

Paco dijo...

Ojalá las publicidades siquiera, fueran escritas de esta manera.

mac dijo...

Se agradece...

Unknown dijo...

Muy bueno MAC, yo dejé el cigarrillo pero tengo otra capitalista debilidad... Sí, sí... Coki, como decía mi sobrina

Douglas Sirk dijo...

Que buena explicación psicológica. Es como Maggie, que empezó con el chupete porque veía que los padres se besaban y ella no podía.
¿No serás Maggie, con una botellita de colección de Coca en la boca en lugar del chupete?

mac dijo...

todo puede ser...