jueves, mayo 11, 2006

Memoria

“Nosotros vivíamos en un país llamado Argentina querida, un país hermoso” dijo la Abuela Emilia mientras sonaba su colorada nariz con un pañuelo de seda. “eran tiempos muy felices aquellos: todos los hombres y mujeres y niños del mundo bailaban al ritmo alegre de música de fiesta….pero fue entonces cuando empezó a pasar que la gente se olvidó de…” ZASSS! De repente, un ruido de trueno sacudió el techo de la casita en donde estaban. Delfina saltó del susto y abrazó fuertemente a su abuela. “alguien manda señales de que no debemos hablar más de esto. Fueron épocas de felicidad que ya no van a volver, salvo que alguien se anime a cambiarlo todo. Vení nena, vamos adentro de tu casa o tu mamá se va a poner como loca cuando se de cuenta que estás sola conmigo”. Abuela y nieta salieron entonces por la estrecha puertecita de la casa de muñecas gigante que los papás de Delfina le habían construido tiempo atrás. Ella tenía 10 años ahora y se suponía que ya no debía entrar más a esa casita, su refugio de cuando era más chiquita, y mucho menos hacerlo con su abuelita! “menos mal que sos muy chiquita abu, sino no pasarías por la puerta”, dijo la niña riendo. “Y…es que ya empieza el momento del achicamiento” dijo la abuela, “vas a ver cómo en muy poco tiempo empiezo a ser cada vez más pequeña, tanto que algún día ya no vas a poder verme! Igual que le pasó a tu abuelo Rodolfo”. Delfina alzó su bella carita de pera y, mirando a su abuela con sus enormes ojos negros, le preguntó: ¿el abuelo sabía que eso le iba a pasar? Porque mamá no se cansa de decirme que el abuelito se fue al cielo de los abuelos, donde vive contento jugando a las bolas esas que le gustaban tanto”. “Ahhh, las bochas querés decir nena” respondió Emilia, “bueno, sí, es verdad que está contento, pero no fue así como pasó todo: él no se fue a ningún cielo, sino que hubo una época en que empezó a achicarse cada vez más, igual que lo hacemos todos los abuelos, hasta que ya nadie lo podía ver más…y un buen día desapareció! Nunca más lo volvimos a ver” dijo la abuela suspirando. Delfina no podía disimular su asombro: “¿vos querés decir que el abuelo se perdió? ¿Y por qué no lo buscamos de nuevo entonces? Yo lo extraño mucho, él me leía cuentos todas las noches y, sino sabía que leerme, se los inventaba! Y esos eran mis favoritos. Además fue el único que me llevaba a cocochito, y siempre me dejaba tocar el piano con él, aunque yo no supiera nada”. Emilia la miró tiernamente mientras le acomodaba el cabello detrás de sus orejas y le dijo: “hay una forma de volver a encontrarlo…pero tenés que prometerme que no se lo vas a decir a nadie, ni siquiera a tu mamá, porque ella lo quiere mucho a su papá, y nunca va a entender que él no está en el cielo, sino acá, con nosotros todos los días, solo que está perdido”. “Bueno Abu, decíme ya qué hago! Te prometo que no digo nada a nadie, te lo juro por…por vos!”, dijo Delfina. “Ah bueno, entonces te creo” dijo la abuela sonriendo. Mientras se acercaba al oído de la niña para susurrarle el secreto, un grito desde dentro de la casa las hizo saltar nuevamente del susto, para encontrarse con la mamá de Delfina que venía muy enojada preguntando dónde se habían metido toda la tarde, que habían estado muy preocupados ella y su papá por las dos, que vos mamá sos una inconsciente, con la tormenta que se viene, desaparecer así por tantas horas sabiendo que estás con una nena, etc. Parecía que ambas iban a estar en penitencia por largo tiempo.
Al día siguiente, y con los ánimos más calmados, abuela y nieta se escabulleron nuevamente hacia la parte trasera de la casa, donde la casita las esperaba con su pequeña puerta. Ambas pasaron sin problemas y se sentaron con las piernas cruzadas como indiecitos, mientras comían unas galletas que recién había horneado la mamá de Delfina. Otra vez la abuela Emilia comenzó su relato de cómo “los de antes eran tiempos mejores”; de cómo era posible reencontrarse con aquellos seres queridos que en verdad no se fueron al cielo, sino que eso es lo que nos dicen para que no pensemos que un día, sin querer, por ahí no los vemos y los pisamos. Le explicó a su nieta que tenía que concentrarse mucho, mucho, y tratar de ver como las palabras que ella le decía tenían vida propia. Delfina seguía muy atenta cada palabra que salía de la boca de su abuela, y le parecía formaban una cadena interminable de letras: vocales, consonantes, que una a, una z, una ñ, una o, una b larga, una v corta, y así hasta que aparecían todas. La anciana se alegró tanto de que su nietita tuviera el don de “ver” las palabras, que le confesó que si seguía practicando, en algún momento no muy lejano, iba a estar lista para volver a ver al abuelo como antes. Delfina no podía estar más feliz ¡iba a volver a estar con su abuelito del alma, iba a poder mostrarle a su mamá cómo la abuela tenía razón una vez más!
Varios días de práctica pasaron hasta que finalmente la abuela le dijo a su nieta que el momento había llegado: le tocaba el turno a Delfina de seguir sola. Le explicó cuál era el secreto mayor: ella debía empezar a recordar a su abuelito con “palabras que se vieran”, por ahí esas palabras que decía solo él, o las que ya no escuchaba desde que él se había ido. Luego, tendría que pasar esas palabras, y todas las que recordara sobre él, a un papel o un diario íntimo. Y, por último, tenía que empezar a usar esas mismas palabras, de a una por día, mientras hablaba con sus amigos en la escuela, o en su casa con sus papás, etc. De esa forma, el día que menos lo esperara, su abuelito iba a aparecer para darle ese abrazo que hace tanto esperaba. Y después de eso, la clave para verlo sería siempre el no olvidarlo nunca más y normarlo todo el tiempo.
Esa misma noche Delfina empezó a imaginarse las palabras en su cabeza, luego en su boca y más tarde, estas salieron como un hilo que no se podía cortar! Así continuó por muchos días, y cuando alguien le preguntaba qué estaba haciendo con un hilo de palabras colgando de su boca, ella simplemente contestaba: “estoy recordando palabras que decía mi abuelito, así lo traigo de vuelta a casa”. Muchos se rieron de ella, otros pensaron que estaba loca. La directora del colegio llamó a los papás para decirles lo que pasaba con su niña, pero ellos se negaron a aceptarlo, no le creían. Pero vieron que su hija no paraba de decir palabras: lindas, grandes, coloridas o largas, algunas raras y graciosas también; y si le preguntaban cuando iba a parar, ella solamente decía: “cuando aparezca el abuelo”. Delfina empezó a decirles a sus amigos que hicieran lo mismo con sus abuelos, o con quienes hacía mucho tiempo que no veían. Al cabo de unas semanas, una gran cantidad de chicos andaban repitiendo palabras de amor, de alegría, de esperanza. El clima era muy alegre, todos estaban diciendo cosas lindas y cariñosas, y esto se fue pasando de boca en boca, hasta que llegó a los diarios y las radios. Tal alcance tuvo que la gente empezó a usar estas palabras en todos lados; en la tele salían personas que en diferentes idiomas decían palabras de amistad, de fraternidad, palabras que abrazaban, que unían a todas las razas y a todos los pueblos del mundo.
Muchos de los abuelitos finalmente regresaron con sus familias a contarles cuentos a sus nietos; algunos a compartir un lindo rato con su familia; otros nunca volvieron.
Delfina aprendió que hay que desear con muchas fuerzas, con todo el corazón, para que un sueño se vuelva realidad. Y sobretodo, aprendió a tener la valentía de decir lo que sentía, sin que importe lo que los otros digan, porque, quien sabe, quizás algún día hasta nuestros abuelos aparezcan.
Mac.

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