No recuerdo qué estaba haciendo anoche exactamente; sólo sé que en un momento mis ojos lo descubrieron, tímido, asomando su desgastado lomo, casi como si no quisiera ser visto. De repente sentí una inexplicable atracción y lo agarré. Se notaba que era una edición vieja; estaba unido con cinta scotch y la tapa estaba gastada, aunque no tanto como para no poder leer su título: “La Isla Misteriosa”, de Julio Verne. Ahí nomás sentí que todas mis lecturas de infancia se hacían presentes en mi cuarto, y me rodeaban de aventuras, romances, magia. Recordé la fascinación que me causaban esas historias cuando daba mis primeros pasos en el mundo de la literatura: mis comienzos se vieron acompañados, como el de tantos otros lectores, por la ficción de Emilio Salgari, Stevenson y, por supuesto, Verne.
Tomé el libro y comencé a hojearlo. Hace poco tiempo que lo tenía en mi biblioteca; llegó como herencia de mi abuela y ni siquiera recordaba haberlo visto. El olor a humedad era abrumador, lo cual me entusiasmó más. Las páginas amarillentas me invitaban a devorarlas con la vista. Pensé que era muy afortunado ese encuentro, ya que hace rato quería disfrutar de una lectura amena y entretenida, como seguramente sería este libro. De pequeña había recorrido “20 mil leguas de viaje submarino” junto al Capitán Nemo, y me había aventurado en sitios remotos junto a “Los hijos del Capitán Grant. ¡Pero nunca había terminado la trilogía! Y ahí lo tenía: el tercer libro, el cierre de ese viaje cargado de aventuras. Llegó unos cuántos años más tarde, unos 20 más o menos, pero llegó al fin.
Dejé lo que fuera que estaba haciendo y me dediqué a sumergirme en la presentación de los personajes, en el devenir secreto del relato, en la maravilla de la ficción. Dediqué algunas horas de la noche y un rato más en la mañana para terminar de deleitarme. Algo muy agradable me pasó: volví a sentirme feliz y ansiosa como cuando era chica y leía estas novelas. Reviví aquellas tardes calurosas en Corrientes, mientras todos dormían la siesta "obligatoria" y yo me escapaba hasta el living, donde me sentaba en la mecedora, abría un libro y me transportaba a otro mundo. O cuando ya era muy tarde a la noche y los ojos no resistían unas líneas más, pero era tanta la curiosidad por saber qué le ocurriría a los protagonistas o cómo sería el desenlace de ese capítulo que continuaba leyendo, aunque fuera a escondidas de mi mamá que me pedía una y mil veces que apagara la luz y me durmiera de una vez.
Estas cosas pasan por algo, creo. Este libro me llamó y celebro el reencuentro.
Estas cosas pasan por algo, creo. Este libro me llamó y celebro el reencuentro.